miércoles, 10 de agosto de 2011

Y al grito de “¡aire!”, Blanca del Rey abdicó. La reina acarició por penúltima vez la tabla, por penúltima vez movió el oxígeno del escenario que desde los catorce años ha sido su corte. La veterana bailaora cordobesa dejó a unos pocos privilegiados escuchar por penúltima vez el crujir de su bata de cola roja por alegrías, el tintineo de la pedrería de su mantoncillo, el coqueto contoneo de los hombros, la tensión del silencio, la medida sencillez del pie, el leve pestañeo, el curvilíneo batir de manos, el sabroso saber de una vida. ¿Cuántos metros cuadrados son? ¿Seis? ¿Siete? Pues como si fueran cien. La cola encarnada giró en espirales infinitas… o eso pareció. La reina reinó entre saladas olas por penúltima vez. Miró al pequeño recuadro de techo oscuro, inspiró el calor de sus tres guitarristas, de sus tres cantaores, de su familia, de sus amigos… y sintió muy cerca a Manuel. A Manuel del Rey, quien fue su esposo y mentor, quien le brindó el apellido y quien fundó este tablao del Corral de la Morería que ya superó el medio siglo de historia. Dejó que las tres gracias bailaran por guajiras. Dejó tocar a Felipe Maya. Dejó bailar a Miguel Téllez. Y regresó la bailaora hecha mantón. El mantón hecho bailaora. La soleá suya. El baile suyo. Un retazo no tanto de una escuela… como de una personalidad. El perenne cuadro de fondo dejó su bidimensionalidad. Se hizo carne y música… y aire. Las manos de seda, de seda los flecos. Y el tiempo se quedó parado en un instante que, para los presentes, será por siempre indeleble. Una lluvia de claves rojos inundó el tablao. Y una lluvia de lágrimas inundó las mejillas de la reina, de su reino, de su público, de su casa, de su vida. La penúltima vez.

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